Picasso en La Haya- Las Mujeres en la Literatura: Pilar Moreno- Jose Julio Perlado
El Picasso que he visitado en el museo municipal de esta ciudad holandesa tiene mucho de aquel niño rebelde que salió de Málaga. (Pilar Moreno)
La mujer hoy puede tener, si así lo desea, un dinero personal, adquirido gracias a su trabajo en la sociedad; puede tener un cuarto propio. ¿Tiene sin embargo tiempo libre? (José Luís Perlado)
Picasso en La Haya. por: Pilar Moreno Wallace
Lo siento, he hecho todo lo posible pero ha sido en vano: sigo echando en falta esa imagen que consiga apasionarme, un atisbo amable que ponga ternura en mis ojos, la caricia brevísima que recorra el lienzo. He buscado algo de esto en la visita comprometida -pero no obligada- que he hecho a la exposición de Picasso en La Haya, y nada he podido encontrar de lo que he citado antes. El pincel ha puesto acentos recios en los lienzos de este pintor que tiene sus raíces tan cercanas a las mías: ambos hemos nacido bajo el mismo azul, nuestras cunas han sido mecidas al borde del mediterráneo y hasta he jugado en esa plaza de La Merced donde él correteaba en su infancia.
No es la primera vez que me encuentro con Picasso; en esta ocasión me atraía la promesa de su obra más temprana en el comienzo de su peregrinaje por el arte de la pintura, y del recorrido por la geografía al norte de nuestra tierra natal. Un Picasso todavía vulnerable, que trata con delicadeza los perfiles y los ambientes, un Picasso que empieza a ver más cerca otros horizontes y maneras de vivir. Es el boceto que le hace a su padre, cuando ya tenía 18 años, el punto de partida de lo expuesto. Se muestran sus primeros años – épocas azules seguidas por las rosas- el cubismo con su conjugación asimétrica y sus formas desbordadas, la Guerra Civil española, arlequines, óleos y acuarelas, y una colección de fotos con él como protagonista. Y como colofón dos series de grabados: la «Suite Vollard» -dominio de la técnica- y la «Suite 156», con la que Picasso -ya al final de su vida pero con intensa vitalidad- nos hace partícipes de sus fantasías eróticas y del desnudo en las figuras femeninas.
( Picasso. Arlequín. 1971)
El Picasso que he visitado en el museo municipal de esta ciudad holandesa tiene mucho de aquel niño rebelde que salió de Málaga.
Cuadros, dibujos, grabados, esculturas y cerámicas se exponen en unas cuantas salas del museo, como muestra del obsesivo impulso de producir que tuvo el artista en su vida, siempre haciendo valer su carácter provocativo y sin concesiones, su función de inventor.
Trabajó de una manera incansable, sin pararse en el tiempo. Los trazos suaves, efectuados casi con mimo en sus comienzos, fueron multiplicando sus líneas y confundieron las formas hasta romper con la tradición de lo que eran las reglas de entonces.
Picasso ejerce siempre una extraña fascinación, y el público puede observar su carácter inquieto y la intensa forma de vivir, observando sus pinturas donde reflejaba sus diferentes estados de ánimos. Pasa de lo frío del azul en el dolor, a la alegría del rosa; de recuperar líneas clásicas a aproximarse al círculo surrealista; de lo influyente de la sensualidad hasta el negro y gris para el horror de la guerra. Lienzos, dibujos, guaches, acuarelas, toda una gama para sus grandes y pequeñas historias. A un lado el artista y su obra, en el otro el hombre y su carácter, dos consideraciones inconmovibles pero,ambas, vasos comunicantes y en equilibrio.
Ahora aquí, en este museo, me dejo contar de nuevo una a una todas las aventuras del que han nombrado el artista más grande del siglo pasado, pero el tiempo es el que menos importa en esta tarde donde el pintor pone el color en el gris de enero. Yo he venido para reconciliar mi memoria con la originalidad de las imágenes, y quizás debería sentirme obligada a considerar su arte como un proceso de sublime belleza, no lo dudo, pero no me dejo provocar y sigo enfrentándome a su lenguaje audaz y a la química que desplazan sus pinceles, sin poder reconocer ningún gesto de nostalgia ni añoranza a nuestra tierra.
Las Mujeres y la Literatura : un tiempo propio. Por : José Julio Perlado.
«Si es que podemos profetizar -señalaba Virginia Woolf en 1929 -, en el futuro las mujeres escribirán menos novelas, pero mejores, y no sólo escribirán novelas, sino también poesía, crítica e historia. Pero, al decir esto, estamos mirando a lo lejos, a esa dorada y quizás fabulosa época en que las mujeres tendrán lo que durante tanto tiempo les ha sido denegado: tiempo libre, dinero, y un cuarto para ellas».
Esto se ha cumplido. Unas cosas más y otras menos. La mujer hoy puede tener, si así lo desea, un dinero personal, adquirido gracias a su trabajo en la sociedad; puede tener un cuarto propio. ¿Tiene sin embargo tiempo libre? Me refiero a tiempo libre – su tiempo propio – para escribir, para leer, para desarrollar cuantas actividades planee en su sensibilidad y su inteligencia.
«Cómo me gustaría -decía en una de sus cartas la autora de «Las olas» – tener un cuarto enorme para mí sola, sin otra cosa que libros, donde poderme encerrar, y no ver a nadie, y leer hasta encontrar la tranquilidad». En 1926, en un artículo en New York Herald Tribune había escrito: «El novelista debe enfrentarse con la vida, debe arriesgarse a que la vida le haga víctima de sus engaños y le desoriente, debe arrancar su tesoro a la vida (…) Pero, en determinado momento, ha de alejarse de la sociedad, y retirarse, solo, a esta misteriosa habitación en la que su cuerpo se endurece».
Siempre en esos años batalladores y valientes de Virginia Woolf, en esos años abiertos a una proyección de conquistas, aparece el cuarto propio como obsesión que la persiguiera. Parece como si el cuarto necesario – el cuarto de la libertad y de la individualidad, el cuarto de la independencia, el cuarto donde las mariposas y las falenas, las mariposas de cuerpo delgado y ala débil y ancha entrando por la ventana abierta de la imaginación, cabeceando los pensamientos, flotando entre el proyecto y la melancolía y empujando suavemente la nueva idea – fuera detrás de los demás cuartos, de las cocinas, de los dormitorios, de los salones, de las despensas, y pidiera urgentemente un lugar en el espacio de la casa, de la sociedad y de la vida.
Hace unos años, en uno de mis libros, «El ojo y la palabra«, dejé dicho : «el misterio de la habitación propia es escribir y crear aún no teniendo habitación, inventando la propia habitación, creando un espacio personal, creando a la vez el tiempo libre aun creyendo que no se tiene tiempo libre».
En ello me ratifico. El famoso tiempo libre que no existe persigue a los falsos tiempos libres que perdemos en muchos desórdenes de agendas en las que se cruzan prioridades que unas veces lo son y otras las inventamos. No sólo en el caso de las mujeres sino también, y naturalmente, en el de los hombres. La vida actual, con su cintura a veces inabarcable, sembrada de horarios, quehaceres, gimnasios, jefes, colegios, familia, transportes interminables, la lengua fuera de los semáforos, la carrera detrás del reloj, las fatigas rendidas ante el sofá del televisor, nos roban todo el tiempo libre de la contemplación, el tiempo libre de la serenidad, el tiempo libre del sosiego y de la creación.
Otra Virginia Woolf contemporánea pediría hoy un tiempo propio y lo haría hablando de ello quizá en conferencias y artículos, pero ese tiempo propio hay que crearlo sin tener que explicárselo a los demás. Es un tiempo, al principio, recortable, podríamos decir. «Así que puedo llenar la media hora antes de la cena escribiendo», cuenta la Woolf en su Diario del 22 de agosto de 1929. «Estoy escribiendo mientras se cuecen las patatas -apunta el 20 de agosto de 1930-. Ha sido un día caluroso, pesado, feo, costroso, quieto, sulfuroso; y los perros han ladrado en todo el pueblo. Uno provocando a otro. Y los hombres han martilleado en la aguja de la iglesia. (…) Tomo estas notas – continúa – esperando en vano que me venga ese comentario interesante que tenía en la punta de la lengua; y que ahora no sale, aunque echo el anzuelo y espero. Si uno escribe pequeñas notas, de repente se le ocurre algo profundo. Estoy leyendo a Dante y digo: sí, esto hace toda escritura innecesaria. Esto supera a la «escritura», como digo de Shakespeare. Leí el «Infierno» durante media hora al final de mi propia página: y ése es el lugar de honor; eso es meter la página en la caldera, si tengo una caldera. Y ahora a hacer el puré de patatas».
Cuando se habla superficialmente de Virginia Woolf y se compara su vida con cualquiera de nuestro tiempo presente suele pensarse que ella hacía todo eso liberada de las obligaciones múltiples que hoy cercan a la mujer y al hombre. No es cierto. No estaba liberada de la enfermedad que la asediaba en su butaca, de los dolores de cabeza que la envolvían, de las peleas continuas con el servicio. Los recortes de ese tiempo propio los conseguía como pequeñas victorias frente al desaliento. «Tengo exactamente cinco minutos antes de la cena «(17 de septiembre de 1928) o ante algunas ocupaciones habituales de una mujer: «Pero lo que me interesa, por supuesto, – dice el 25 de septiembre de 1929 – es mi cocina de petróleo (…) En este momento se está haciendo mi cena en los platos de cristal, perfectamente espero, sin olores, desperdicio ni confusión; uno gira los mandos y hay un termómetro. Y así me veo más libre, más independiente – y toda la vida es una lucha por la libertad -, capaz de venir aquí con unas chuletas en una bolsa y vivir sola. Repaso los platos que prepararé, los ricos estofados, las salsas. Los arriesgados platos extraños con un toque de vino.(…) Ayer por la mañana empecé otra vez Las falenas (Las olas), pero ése no será el título. Y varios problemas claman enseguida pidiendo solución. ¿Quién lo piensa? ¿Estoy yo fuera del pensador? Se necesita un recurso que no sea un truco. (…) Ahora debo irme a ver cómo mi cocina hace jamón».
Es lo que yo he llamado en mi blog Mi Siglo un «trapero del tiempo«. La fórmula era de Gregorio Marañón, bautizado así por su habilidad y constancia para atrapar retales de tiempo, esos trozos de tiempo que parecen inservibles, cruzando de una actividad a otra, sentados en la antesala de cualquier reunión, de cualquier tren que va a entrar en los horarios de la vida, de cualquier bata blanca que va a decir que podemos pasar. Son retales de tiempo que Virginia Woolf no consumía con cuatro anotaciones garabateadas en la esquina de un cuaderno sino poniendo los cinco sentidos en mirar, en admirar, en dibujar, en dejar minuciosa y bella constancia. «Nunca ha estado el jardín tan bonito, todo en llamas incluso ahora; deslumbrando los ojos con rojos y rosas y púrpuras y malvas: los claveles en grandes ramos, las rosas iluminadas como lámparas» (septiembre 1929) «Tomamos el té en unas tazas azul intenso bajo la luz rosada de la gigantesca malva loca» (agosto 1928). «La vida de la alegría está en el hacer. Quiero decir que es el escribir, no el ser leída lo que me excita. Y como no puedo escribir mientras me leen, estoy siempre con el corazón algo vacío; estimulada; pero no tan feliz como en soledad» (octubre 1928). «Me recuerdo a mí misma que la mitad de la belleza de un paisaje o una casa procede de conocerlo. Uno recuerda antiguas bellezas; sabe que ahora está feo; espera a verlo iluminarse; sabe dónde encontrar su encanto; cómo hacer caso omiso de lo malo. Esto no puede hacerlo la primera vez que lo ve» (agosto 1928). Todas estas reflexiones, estos apuntes agudos y a la vez espontáneos se enlazan en sus «Diarios» describiendo el entorno cotidiano y ahondando a la vez en los movimientos del espíritu. Cuando conoce a alguien lo perfila con su pluma y ese rostro ya no lo dejará escapar.»Hablaba por la nariz y tenía una voz suave y gutural; la parte frontal de la cabeza calva y unos hermosos ojos castaños, como los de un perro; era canino, en algunos aspectos; viajado, distinguido, rico; con una robusta madre que le desagradaba, y así se ganó la simpatía de su madre. Tenía las manos coloradas y gruesas, pero pintaba a la manera de Whistler»(octubre 1929). Si le presentan a alguien en una cena esa imagen la captará para siempre:»Su cara está solidificada; tiene un espeso bigote; venillas rojas en la piel, profundas arrugas; pero sus ojos son perfectamente redondos, muy grandes, azul cielo. Sus ojos se vuelven soñadores o alegres mientras el resto de su persona está extremadamente atildada y decorosa. Es cortés, acicalado, pulcro»(diciembre 1928).
Virginia Woolf ha encontrado también su tiempo propio para estar al día leyendo a Charlotte Brontë o a Jane Austen, pero también para adentrarse en las aguas aleccionadoras y profundas de Shakespeare o de Dante. «Leo a Shakespeare inmediatamente al terminar de escribir, cuando mi mente está boquiabierta y al rojo vivo. Entonces es asombroso. No había sabido cuán increíble es su alcance, velocidad y capacidad para acuñar palabras hasta que he sentido cómo me deja totalmente atrás; parece que partimos igualados y luego le veo adelantarse y hacer cosas que yo no podría imaginar ni en mis momentos de más desenfrenada agitación y máxima presión mental» (abril 1930).
Todo esto supone – en los años primeros del siglo XX – una inteligencia cultural aliada con una enorme audacia creativa para abrir nuevos caminos a la novela, aun a riesgo de lo que de ella dijeran los críticos. En la conferencia que pronunció el 21 de enero de 1931 titulada «Profesiones para la mujer» declaraba: «Tenéis habitación propia en la casa ocupada hasta el momento exclusivamente por los hombres. Podéis, aunque no sin trabajo y esfuerzo, pagar el alquiler. Ganáis vuestras quinientas libras al año. Pero esta libertad sólo es el principio. La habitación es vuestra, pero aún está desnuda. Debe ser amueblada, debe ser decorada, debe ser compartida. ¿Cómo la vais a amueblar, cómo la vais a decorar?».
Estas preguntas siguen en pie. El tiempo propio ha de llenar esa habitación propia. El tiempo buscado entre todos los tiempos que van resbalando a nuestro lado por las aceras, deshaciéndose en quehaceres múltiples.
Escribir, o leer, o pensar o indagar,
empañaría nuestra belleza y sería malgastar nuestro tiempo,
e interrumpiría las conquistas de nuestro primor,
en tanto que la tediosa administración de una casa servil
es, según algunos, nuestro sumo arte y utilidad.
Estos versos, escritos por una mujer en 1661, citados por Virginia Woolf en 1929, llegan hasta 2008 como un eco de Historia y ellos nos hacen reflexionar.
NOTAS:
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Virginia Woolf.- «Diarios«.-Ediciones Siruela, 1980
Virginia Woolf.-«Las mujeres y la literatura«.-Lumen, 1981
José Julio Perlado.-«El ojo y la palabra«.-Eiunsa, 2003
La metáfora de un cuarto propio tiene para mi muchos significados, desde su significado real de posesión de un espacio en el que poder perderte en tus intereses y crear algo con libertad, hasta la posibilidad de que toda mujer tuviera la capacidad de echarlo en falta. Respecto al tiempo, yo tenía un profesor que en una ocasión me dijo algo que nunca he olvidado: «sólo tienen tiempo aquellos que están siempre ocupados». Es una gran máxima desde entonces sé que siempre encuentras el tiempo, sí lo buscas
Un abrazo. Virginia
Comparto muchas de las ideas que dejas en este texto/reflexión. Creo que es necesario esa «habitación» de cuando en cuando. Es más diría que lo necesario es «saber que se tiene esa habitación», luego, el espacio como tal se puede buscar en mil sitios diferentes.
Pilar, siempre me admira tu forma de comentar la pintura y de hablar de los pintores.
Consigues elaborar unos textos realmente bonitos, parece que los pintaras también, en vez de escribirlos.
Emma
Efectivamente, no es tan importante dónde se encuentra el lugar siempre que sepamos que lo tenemos y podamos llegar a él. Es un texto con el que me siento identificada: un espacio -no sujeto a medidas ni nombres- dónde poder dar forma a nuestra labor.
Un artículo sumamente interesante. Después de leerlo me quedo con muchas ganas de conocer más profundamente a esa mujer que fue sin duda alguna, una adelantada a su tiempo.
Gracias al autor por despertarme esa curiosidad.
Y está claro que poco o mucho, siempre hay tiempo para escribir y para leer.
Saludos cordiales
Emma