Oficio de Escritor:Por: Borja de Diego. Juan Ramón y Zenobia cómplices:Por: José Julio Perlado.

Tal vez, el mérito de los poetas es el de que son mortales ( Borja de Diego)

 

La convivencia, siempre tan difícil, une en un mismo piso tensiones y distensiones, abrazos y distanciamientos, horas de independencia y horas de convivencia. (José Julio Perlado)

Escribir  (Arañas en el aire) Por: Borja de Diego Lozano

                                                                                     

Aunque supongo que esta pregunta se habrá repetido durante décadas, estaba yo presente cuando se la formularon a Pedro del Pozo en la presentación de «Todas las puertas abiertas» que se hizo en Alcosa. Le preguntaron «¿por qué escribir?, y recuerdo que le pilló por sorpresa,  que dio una respuesta acerca de los propósitos, de lo que uno quería expresar y largo etcétera. Si saqué una conclusión, fue que es la pregunta más perfecta que se le puede plantear a un escritor.

 

Creo que siempre se ha planteado mal la cuestión. Supongo que todos buscamos algo parecido a la belleza cuando escribimos, que intentamos huir hacia otro mundo y todas esas cosas pero, tal vez, el mérito de los poetas es el de que son mortales. La muerte nos hace arena. Vivimos en un imperio en vertical, condenado a hundirse en ese reino inconsciente. Y es una putada, claro. Y ellos lo saben. Que van a morir y que es una putada. Pero esto deja en el aire la incógnita maravillosa de por qué queremos contar historias si se son de un tiempo pasado, si tanto se acercan a la muerte y nos la recuerda.

 

Tal vez, escribir sea la única forma de arañar el aire que no podemos atrapar. La muerte nos aporta motivos, nos llena las ganas de contar. Hay que hacer referencia a algo que ya no está, o que no estará, o que nunca estuvo. Hay que hacer un homenaje a todo lo que nos rodea porque no podemos llevárnoslo. Tal vez, escribir sea la única forma de arañar el aire que no atrapamos.

 

 

«Amada, tú eres mi mejor yo»: Juan Ramón y Zenobia cuarenta años de complicidad.  Por: José Julio Perlado.

 

 

Con estas palabras de Shelley  – «Amada, tú eres mi mejor yo» – podría resumirse el arco de cuarenta años de matrimonio entre Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí . Casados el 2 de marzo de 1916 en la iglesia católica de Saint Stephen, en Nueva York, no se separarían más que muy pocas veces hasta el 28 de octubre de 1956, día en que murió Zenobia.

¿Hubo cara y cruz en este matrimonio? Lo mismo que en todos. Las cruces y las felicidades cotidianas, la hipersensibilidad de él, la permanente alegría de ella, las depresiones y manías del poeta, la abnegación de una Zenobia diligente, práctica, animosa, amante, amada, protectora, secretaria, enfermera, colaboradora, que compartía el trabajo gustoso del marido, llevaron a esta pareja enamorada desde las enternecedoras cartas del noviazgo hasta la despedida de las tristezas.

Apasiona seguir los Diarios de los dos. Mientras Juan Ramón escribe y publica poemas y prosas en su Diario de un poeta recién casado, Zenobia escribe a su vez un Diario de mujer, que ella llama «Cuaderno de 1916″ y en el que inaugura sus primeros años de amor y de convivencia, abrazando desde el 12 de febrero al 14 de agosto de 1916. «Zenobia es agradable, fina, alegre – le dirá Juan Ramón a su amigo Guerrero un año antes de casarse -, de una inteligencia natural, clara, y que tiene gracia; esa gracia especial que se adquiere con los viajes, con la gran educación social del país norteamericano donde está educada; que sabe varios idiomas, ha viajado, ha visto muchísimo, ha leído también mucho, y con todo es muy joven.

 

«Juan Ramónevocará por su parte Ernestina de Champourcin  dibujando el retrato del poeta -era de estatura mediana, y su manía de no ir al sastre y no dejarse tomar medidas hacía que sus americanas siempre anchas le dieran un aspecto más cuadrado. La blancura de la tez, el óvalo perfecto del rostro y los grandes ojos oscuros le componían una figura de gran atractivo y personalidad. Tenía una voz grave y profunda que tanto suele gustarnos a las mujeres, y sin duda alguna el modo y el estilo de su conversación es tal vez lo que más me impresionó en él desde un principio y a lo largo de nuestro trato, e incluso las últimas veces que lo ví y hablé, en condiciones muy penosas para él. (…)Pero lo primero que me llamó la atención fue su voz: un timbre especialísimo, con un acento que no era ni andaluz ni castellano del todo, y su modo de pronunciar las elles con cierto dejo de y griega».

Esto lo narra Ernestina en La ardilla y la rosa (Juan Ramón Jiménez en mi memoria) y allí describe también cómo era Zenobia, la mujer del poeta, con la que Ernestina mantuvo – y con el poeta también – una larga y muy cordial amistad.

Juan Ramón, indudablemente fue un hombre complicado y difícil  en muchos aspectos de su vida cotidiana. El gran escritor mejicano Alfonso Reyes cuenta de él que cuando vivía en Madrid, en la calle del Conde de Aranda, se habilitó un cuartito sordo, acolchado, que le costó mucho dinero y paciencia. Los obreros  -dice Reyes – no le entendían, y él mismo se equivocaba al principio en la elección de los medios.  Forró los muros de una especial sustancia ensordecedora que le trajeron de Estados Unidos, donde la utilizaban para sanatorios de hombres fatigados y se acostumbró a levantar la pluma y suspender su escritura unos segundos mientras chirriaba por la calle el paso del tranvía. El tema de los ruidos persiguió toda su vida al poeta. Zenobia le confesó a Ernestina que en la época en que el matrimonio se dedicaba a traducir a Rabindranath Tagore tuvieron que dejar de trabajar en la misma habitación, que habían amueblado con dos mesas, porque el ruidillo de la pluma de Zenobia deslizándose sobre el papel molestaba a Juan Ramón.

A pesar de todos estos detalles y de otros muchos que se conocen los dos fueron, como he dicho al principio, una pareja enamorada y unida. Con todos los avatares, roces, encuentros y desencuentros de cualquier pareja humana, unas veces las jornadas plenas de consuelos y otras desconsoladas .La convivencia, siempre tan difícil, une en un mismo piso a gentes que no toleran el frío con otros que lo aman, gentes desordenadas con otras ordenadas, personas que prefieren las primeras horas del día y otras las de la noche, tensiones y distensiones, abrazos y distanciamientos, horas de independencia y horas de convivencia. Zenobia escribió un delicioso libro, Vivir con Juan Ramón, en el que condensa sus primeras anotaciones de Diario de recién  casada y luego, años más tarde, en su Diario del exilio hilvana con enorme naturalidad zozobras y delicadezas. El 11 de marzo de 1937 anota, por ejemplo: «Juan Ramón está tan feliz después que trabajamos juntos. Esta mañana dijo:»Esto es lo único que vale la pena, este trabajo que hacemos juntos», y parecía muy contento. Qué bendición tenerlo suficientemente aislado como para que no piense en esta terrible tragedia que nos llena a los dos de inquietud. (Se refiere a la guerra civil española). Él está acostumbrado a trabajar sobre el manuscrito primero y luego coge la copia inicial a máquina, vuelve sobre ella y  a menudo dicta una tercera vez; ya que las páginas a máquina son más claras, y es más fácil repasarlas, aunque el manuscrito se ve mucho más atractivo desde un punto de vista estético. Me gustaría conservar estos manuscritos. Es muy interesante estudiar las etapas progresivas de su trabajo, pero mientras va dictando tacha las palabras una a una, o al final, rompe el papel en pedacitos con deleite, como si fuera un trabajador quitando el andamio.»

Dos días después señala en su Diario: «Clase de cocina esta mañana. Trabajo con J.R. después de la siesta y luego J.R. fue al centro. Nadie que no esté acostumbrado a tener mucho espacio y que luego se vea reducido a un cuarto podrá entender mi regocijo cada vez que me encuentro sola en él, aun cuando la persona con quien lo comparto sea J.R. No sé cómo lo toleraría si se tratara de otra persona, aunque no es fácil vivir con J.R. Para empezar, J.R. no soporta ningún ruido o movimiento cuando está trabajando; lo que es completamente comprensible, y tampoco le gusta oir la radio, excepto en raras ocasiones, como por ejemplo, ese encantador concierto de Debussy con Cortot al piano.»

Zenobia trabajó durante su vida en muchas cosas: amuebló y alquiló pisos en buenos barrios de Madrid para diplomáticos extranjeros destinados en la capital, llevó adelante su tienda de Arte Popular a la que acudían muchas aristócratas de Madrid, ejerció de traductora y de muchas otras cosas más. Como en todos los matrimonios del mundo los conflictos afloran: «Ayer por la noche – escribe Zenobia en su Diario del 16 de noviembre de 1937 -, J.R. y yo tuvimos una pelea. Comenzó con una de esas ideas absurdas, que fue la gota que derramó el vaso, así que me dio una de mis «grandes cóleras», llena de justa indignación, y le dije que me iba a Nueva York a visitar a mi familia indefinidamente. He descubierto que estos arrebatos acumulados lentamente son completamente inútiles en lo que a mis decisiones se refiere, porque le tengo demasiado cariño para llevar a cabo un solo plan, no importa lo decidida que esté». El 21 de diciembre de 1938 deja constancia también: «Las cosas entre J.R. y yo llegaron a su punto culminante. Yo me doy cuenta de que tengo un gran defecto al no poder tolerar acusaciones, pero mi indignación fácilmente provocada y probablemente injusta la mayor parte de las veces, me saca toda la que tengo normalmente reprimida por estar mortificada todo el tiempo.(…) Armé un infierno. Le dije que todos los hombres que él desprecia y critica,  por lo menos se mantienen, y a su mujer y a sus hijos, y él, que no tiene que preocuparse por casa y comida, no puede resolver ni los problemas más pequeños y está desperdiciando su vida tirado en la cama o perdiendo el tiempo en los vestíbulos de los hoteles con un montón de gente poco interesante». Cuatro días después Zenobia reconduce la situación: «Yo estaba muy preocupada por J.R., por sus largos silencios, su cara de pena y sus respuestas medio distraídas, pero esta tarde parecía más animado, más como él, y al regreso me habló mucho sobre Unamuno, sus fuerzas rudas, su absoluta falta de sentimiento por la belleza, su completa indiferencia a la música. También habló de lo difícil que se les hacía a los hombres de su generación aprender bien las lenguas; de la facilidad con que algunos valores menores aprovechaban las ventajas de la vida y de la total falta de adaptación de otros como Rilke, que casi se murió de hambre. Creo que después que exploté anteayer, él ha estado pensando en sí mismo. De todos modos, los dos hablamos mucho tiempo, disfrutando el uno del otro y escuchándonos el uno al otro. Me gustó tanto que se lo dije».

Estos eran  – como en tantos otros – los contraluces de un matrimonio. Zenobia y Juan Ramón y Juan Ramón y Zenobia. «Te quiero entrañablemente, mi niño – le había escrito Zenobia en su noviazgo -, y pienso cuánto más aún te querré luego. Juanito mío, sé valiente y vamos a hacer los dos lo mejor para el porvenir».

 

Como dice Arturo de Villar, se comprende que después de su muerte (el Premio Nobel se lo concedieron a Juan Ramón en plena agonía de Zenobia) el poeta no pudiera ni quisiera seguir viviendo. Unamuno recordaba siempre una noche trágica, la del 21 de marzo de 1897, en que angustiado y deprimido se echó a llorar. Concha, su mujer, le abrazó diciéndole «¡Hijo mío!», y desde entonces se sintió más unido a ella, esposa y madre suya. Zenobia, en esa carta de noviazgo que acabo de citar, llama a Juan Ramón hijo y niño, porque ya en el noviazgo lo sentía así. 

  

Bibliografía

Zenobia Camprubí.- Vivir con Juan Ramón.- Los libros de Fausto 

Ernestina de Champourcin.- La ardilla y la Rosa.-Los libros de Fausto y Ediciones de la Fundación Juan Ramón Jiménez 

Alfonso Reyes.- Tertulia de Madrid .-Espasa Calpe.-Colección Austral 

Zenobia  Camprubí.- Diarios .-Alianza Editorial