Ciudad y Literatura: Borja de Diego. José Julio Perlado.

Tanto poeta suelto que sueña con muchas cosas en pequeñas habitaciones blancas… (Borja de Diego)

La ciudad es colmena de historias reales o inventadas y sus plazas y edificios interrogan y asombran… (José Julio Perlado)

Ser Escritor sin morir en el intento.  Por: Borja de Diego.

 

 

Cuando le dije a alguien ajeno a mi familia que quería ser escritor, me dijo que desechara la idea y que me dedicara a las telecomunicaciones o la informática, que es lo que vende. Hace poco conocí a un chico que hace informática. Y su gran pregunta es si conseguirá salida, por eso de que la carrera vende demasiado.

 

Es cierto. El escritor está infravalorado en esta sociedad. No los señores Pérez Reverte y compañía con sus novelas históricas de aventuras, esas que parecen sacadas todas del mismo molde; ni tampoco el señor Dan Brown, con ese gran intelecto suyo (tan americano) que le permite escribir sobre una ciudad sin haberla pisado para asegurar que nuestros autobuses viajan con la puerta abierta (¿en qué autobuses se habrá montado?) y vaya filósofo se ha perdido la humanidad; ni tampoco el señor Carlos Ruiz Zafón, que al menos merece mi respeto, pero al que la gente que empieza a leer con sus libros lo coloca en un altar demasiado alto.

 

Yo hablo de escritores. De los que nos entregan a un viajero desalmado que llega a media noche a una ciudad que le resulta desconocida, de los que nos guían hasta páramos donde las lagunas guardan algo más que los amagos de la luna, de los que no ignoran la muerte en sus libros y por eso cada palabra parece que duele tanto. Sobre todo, hablo de los poetas. Esos señores tan simpáticos que se suben a un escenario, frente a un micro, dicen que alguien habló de una sirena que mereció que las estrellas, incluso, dolieran, y luego se bajan y vuelven a su micromundo hipotético. Esos mismos señores que te los encuentras en la calle, les comentas que te suenan de algo y los ojos se le vuelven frágiles y te dan un abrazo y te cuentan y te dicen y te invitan a tomar una copa porque tienen miedo de volver a quedarse solos.

  ( La Caída del Ángel. Chagall)

Sí. No estudiar empresariales, meterse a hacer números y aspirar a un coche, familia, perro grande y lanudo parece un delito. Por eso abunda en la sociedad capitalista europea, más-guay-que-ninguna-otra, tanto poeta suelto que sueña con muchas cosas en pequeñas habitaciones blancas, con algún folio escrito pegado en la pared y montones de libros por todos lados.

 

Pero el castigo más terrible es esa búsqueda en solitario. Ese deambular por una ciudad sin mayor intención que ojear escaparates, encontrar unas huellas sobre el suelo, sobreponerse al vuelco del corazón y doblar la esquina con tanta intensidad que cuando descubres el rastro del unicornio vacío de la bestia el mundo parece menos agradable, más frío, frustrante. Esa búsqueda de una potencia multiplicadora que rememore el milagro del pan y los peces. Esa alquimia, ese barro secreto con que la literatura se hace cerámica.

 

 

 

 

Nueva York, las Ciudades y los Artistas. Por: José Julio Perlado.

 

 

 «La plaza continuaba aún en silencio. Pero con seguridad el baile debía de estar terminando: las fiestas más alegres no duraban hasta mucho más de la una de la madrugada y el trayecto entre University Place y Gramercy Park era breve. Delia se apoyó en el alféizar, escuchando. Un ruido de herraduras amortiguado por la nieve resonó en Irving Place y el coche familiar de los Vandergrave se detuvo delante de la casa de enfrente», escribe Edith Wharton en «Vieja Nueva York«.

Este «ruido de herraduras en la nieve» nos recuerda que estamos en el siglo XlX y que es la gran ciudad norteamericana la que se nos aparece en la pluma de esta escritora  cuya memoria se aplica a  bucear en su infancia  hasta llegar a componer «La edad de la inocencia«(1930),  novela que casi setenta años más tarde llevaría Martin Scorsese a la pantalla con Michelle Pfeiffer como condesa  Olenska y Winona Ryder como Mary Welland.

Pero el «viejo Nueva York» -como tantas otras viejas ciudades del mundo – , ese  Nueva York  de los bailes y la nieve, estaba ya muy unido desde su nacimiento a las páginas de la literatura. Washington Irving había publicado con seudónimo en 1804 su burlesca «Historia de Nueva York desde la creación del mundo hasta el fin de la dinastía holandesa», en 1826 había surgido Washington Square,  y con este título encabezaría  en 1881 Henry James  una de sus obras. Melville, por su parte, describiría a Nueva York en el primer capítulo de «Moby Dick» en 1851, y en el invierno de 1883 el baile que ofreció la señora Vanderbilt en la ciudad señaló el momento en que la aristocracia del viejo Nueva York no tuvo más remedio que transigir con los nuevos ricos.

Los artistas y las ciudades siempre se han ido enlazando y desenlazando en la Historia  porque las ciudades son un espectáculo, como lo fue hace siglos (y lo sigue siendo)  el silencio y los tonos del campo, y este bullicio de ordenado desorden de las calles  alimenta un anhelo de descripción que intenta fotografiar el ojo múltiple. El austriaco Robert Musil quedó fascinado por el poderío de la ciudad e intentó plasmarla en «El hombre sin cualidades«: «Vehículos aéreos, terrestres, subterráneos – escribía en 1930 -, postales, caravanas de automóviles se cruzan horizontalmente; ascensores velocísimos absorben en sentido vertical masas humanas y las vomitan en los distintos niveles de tráfico; en los puntos de enlace se salta de un medio de locomoción a otro, y entre dos velocidades rítmicas, por las que  uno es arrastrado y lanzado sin consideración, hay una pausa, una síncopa, una pequeña hendidura de veinte segundos en cuyos intervalos apenas se consigue cambiar dos palabras».

   ( Edith Wharton)

  Todo esto ya  no nos asombra en el siglo XXl.  Convivimos con los ruidos y con  el guiñar de semáforos y nuestro pie pasa continuamente del subterráneo al ascensor sin que la planta sufra el más ligero estremecimiento. Tampoco los ojos. Incluso los ojos descubren bellezas en la aparente fealdad del utilitarismo. «No digo que el puente de Brooklyn – decía Eliot – haya sido construido atendiendo a la belleza; pero sin, embargo, fue capaz de despertar las más profundas emociones en Hart Crane y siempre quedará ligado a sus versos. El caos de puentes y rascacielos, de tristes chimeneas, de lóbregas fábricas, de extraños mástiles industriales y de estrafalarias cabrias y grúas de esa hedionda e infernal maquinaria que rodea la ciudad de Nueva York, es, con todo, uno de los espectáculos más conmovedores – y bellos – del mundo».

 Lo mismo que Baudelaire en París cantaba al   «paseante» que vagabundeaba feliz por las calles,  Nueva York, algunos años después, en 1925, retratará la aceleración de  las prisas, existencias febriles que Dos Passos aunará y dispersará en su  novela «Manhattan Transfer«:

 «Mediodía en Union Square. – escribirá allí Dos Passos -. Liquidación por cambio de domicilio. HEMOS COMETIDO UN ERROR ENORME. De rodillas sobre el asfalto polvoriento, los limpiabotas sacan brillo al calzado, botas, zapatos bajos, zapatos de color, botinas de botones, oxfords. El sol brilla como una flor en cada puntera ilustrada. Por aquí amigo, señor, señorita, señora, al fondo de la tienda nuestro surtido de tejidos fantasía. Calidad superior. Precio mínimo…Caballeros, señoras, señorita…HEMOS COMETIDO UN ERROR ENORME. Cambio de domicilio».

 

   ( La Edad de la Inocencia)

Este es el Nueva York de Dos Passos que ya no es el escenario  dibujado por Edith Wharton con su pintura literaria de 1870, aquellos precisos detalles que la escritora mezclaba en la distancia uniendo su memoria con la colección de libros que iba adquiriendo para recrear la época. «Amy Sillerton –  leemos como satírica observación  en «La edad de la inocencia» -siempre me decía que en Boston la norma era guardar los trajes comprados en París para dos años más tarde. Mrs. Baxter Pennilow, que siempre hacía todo como es debido, solía comprar doce al año, dos de terciopelo, dos de satín, dos de seda y los otros seis de popelín y de la mejor cachemira. Era un encargo permanente, y como estuvo dos años enferma encontraron a su muerte 48 vestidos de Worth que nunca habían salido de su papel de seda, y cuando sus hijas se quitaron el luto pudieron lucir la primera serie en los conciertos sin parecer avanzadas en la moda».

Interiores y  exteriores de costumbres  observados por  ojos de escritores y  artistas. Tanto la pluma de la Wharton narrando los pliegues de  enamoramientos y de  prevenciones sociales como la  de Dos Passos en el centro de Manhattan Transfer  mostrando  la fuerza determinista y destructiva de la urbe, esa energía de una ciudad expresionista que extiende existencias cruzadas, van dando a Nueva York, cada una a su modo, una constante presencia  en las literaturas. En muchas ciudades del mundo ha ocurrido algo parecido y  en numerosas narraciones se ha intentado verter el aroma y el contraste de las calles. Desde el bullicio napolitano de ropa  tendida entre gestos y gritos de casa en casa hasta el Trieste de Magris, el Berlín de Döblin o el Estambul de Pamuk.  Ciudades menores también, como Nantes,  han tenido cantores excepcionales, y así lo fue, por ejemplo, Julien Gracq. «Se sabe que la forma de una ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal» – dejó dicho este gran escritor francés-. Habitar una ciudad es tejer en ella a través de sus idas y venidas diarias una redecilla de recorridos articulados generalmente alrededor de algunos ejes conductores». Sin movimiento, pues, no hay ciudad,  ya que sería una ciudad muerta. «Brujas, la muerta» tituló el belga Rodenbach  un libro sobre aquella urbe. Y ya Claudel, hablando de Nueva York  en 1925, recordó que «la ciudad vive sobre algo que no es lo inmediato. Ella no vive en la tierra,  vive del movimiento, es una disponibilidad de movimientos,  una oficina general de negocios, todo en ella tiene sentido, todo depende del sentido hacia el cual ella esté orientada. En resumen, lo que constituye la esencia de una ciudad es el cambio. El habitante de una ciudad vive en estado de cambio, está en relación con todo y con todos. Nada de lo que él hace lo hace solo. Está condicionado por todo el conjunto de la humanidad».

 ( Nueva York)

París fue sin duda la Ciudad del XlX y Nueva York  la del XX. Los cuentos de O.Henry ,el «Gran Gatsby» de Fitzgerald, el «Hombre invisible» de Ellison, las historias de Grace Paley, Don DeLillo, Auster, TomWolfe, o las andanzas por las calles de los personajes de Truman Capote, serán, entre tantos otros, el movimiento literario de una ciudad en movimiento, el espejo donde se miran autores y lectores. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 que abrieron dramáticamente el siglo siembran  raíces para  muchos relatos, pero será el puente de Brooklyn, Wall Street, East Village, Tiffany`s, Harlem, Greenwich  Village, Central Park, el Bronx o Brooklyn los mapas sobre los que siempre escribirán esos hombres y mujeres inclinados en su cuaderno rojo o volcados en la pantalla.

La Ciudad será siempre motivo de inspiración puesto que la ciudad es colmena de historias reales o inventadas y sus plazas y edificios interrogan y asombran de manera continúa. Historias reales y, a la vez,  historias inventadas. Auster, por ejemplo, descubrió la estatua de La Libertad en el verano de 1953, cuando acompañaba a su madre; allí sufrió una espantosa crisis de vértigo, y esa visita el novelista la transformaría en una página de «Léviathan«.

«Nueva York es la ciudad que yo conozco mejor  – ha dicho el autor de «La invención de la soledad» – Por otro lado siento, esa es la verdad, cierta fascinación por esta urbe. Nueva York es una ciudad demasiado grande para que se la pueda conocer íntimamente. A mí me ocurre que describo lugares que  no conozco. No es mi misión ser el historiador de Nueva York ni tampoco su arqueólogo-jefe. Por otra parte, no soy historiador de nada. Todo lo que escribo viene del interior. Jamás trazo un plan. No defiendo ninguna filosofía ni condeno ninguna teoría. Una historia nace de no se sabe dónde ni se sabe por qué. Hay en este proceso incontrolado alguna cosa totalmente orgánica».

 

 Por la ventana indiscreta de cualquier  ciudad  nos asomamos al otro lado  del mundo y allí  creemos haber visto un crimen que nunca  existió y un amor que jamás se iniciará. Mientras la ciudad duerme, los artistas velan y trabajan. Desde «La edad de la inocencia» y  aquel viejo  Nueva York de caballos y nieve hasta el Nueva York actual, con su  misteriosa  «zona cero» y  el   hueco de tantas ausencias.

Mientras tanto sube la escalera despidiéndose de nosotros la mismísima Edith Wharton antes de que abandonemos la ciudad.

 «Toda la noche se mantuvo del mismo talante – nos cuenta su biógrafa en esa despedida -. Tan sólo un momento, cuando, una vez hubo partido el último invitado, se volvió a medio subir la escalera, para darnos las buenas noches y entonces tuve un breve atisbo de la otra Edith: elegante, formidable, tan seca y dura como una porcelana. Luego, al mirar hacia abajo, a sus viejos amigos, su rostro se suavizó, hasta la rigidez de su espalda se relajó ligeramente; ya no era la atildada y dura señora de la casa al modo europeo sino una encantadora vieja dama americana. Edith Warton había regresado a su casa».

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Bibliografía:

 

Edith Wharton.- «La edad de la inocencia».-Tusquets

Edith Wharton.-«Vieja Nueva York».-Destino

Georges Rodenbach.-«Brujas, la muerta».-Espasa Calpe.-Colección Austral

Paul Auster.-«Trilogía de Nueva York».-Anagrama

Paul Auster.-«La invención de la soledad».-Anagrama